Nadie sabía
realmente como había llegado Amelié a vivir a Taza.
Taza era una
pedanía en la sierra, de Torrecastañar, un lugar muy concurrido en el verano
pero alejado de toda la parafernalia de la ciudad y de Almenas del Rey, lugar
donde el turismo era de alto estanding, como decía la señora alcaldesa, Teresa Aquirre, que se moría por construir toda la ladera de
la montaña de lujosas viviendas pero que, para su desgracia, en la puta pedanía
había una laguna que era lugar de hábitat de los “aberronchos verdes”, únicos
en su especie y se había montado un grupo de ecologistas en su defensa. También
ocurría que desde hace muchas décadas vivían unos jipis, como se les conocía en
el pueblo a pesar de haber cambiado sus viejas furgonetas por todo terrenos,
tener tv por satélite y piscinas en vez de pozas, pero eran autosuficientes con
sus huertitos donde cultivaban y vendían los tomates más ricos que Roberto
Troncoso hubiera comido en años, y hacían la vida imposible a la especulación.
La señora alcaldesa soñaba que los aberronchos morían del mal de las aves locas
y desviaba el agua para la construcción de sus adosados con campo de golf.
Los jipis habían
comprado por tres perras y ocupaban una buena zona de Taza. Putos aberronchos.
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